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  • Foto del escritorAlevtina Petrova

“Dejé el instituto para ser un fraile”

Actualizado: 9 ene 2019

Sus padres no son religiosos, y él ni siquiera había hecho la comunión. Ían, que es como siempre le hubiera gustado llamarse, pasó 5 años de su vida en un convento de clausura. Ahora con 22, vive con su novio y lleva una vida normal en la que deja tiempo para ayudar a los demás.

Fuente: Pinterest
Fuente: Pinterest

Todo empezó cuando en 2º de la ESO sintió que no conectaba con nadie, hasta que una compañera de clase le ofreció acompañarle a la JMJ en Madrid. “No sabía lo que era y cuando me dijo que los jóvenes van a ver al Papa, me empecé a reír”. Sin embargo, cuando fueron a informarse a la parroquia del pueblo, Ían entabló una relación cordial con el cura. “A la semana me llamó y me dijo que al final podía venir, y me comentó que intentarían que me diera la comunión el Papa Benedicto XVI, pero para ello tendría que venir a misa todos los domingos”. Al final, le llamó tanto la atención este evento, que acudió incluso sin su compañera de clase, a la que por razones de edad no le dejaron asistir. “Le dijeron que es muy joven, aunque yo solo le sacaba un año”, añade.


Una primera toma de contacto con el mundo religioso multitudinaria, con más de dos millones de asistentes para ver al Papa. “Fue una sensación rara”, admite, “pero fue algo bonito y a raíz de eso empecé a colaborar en la parroquia”. En una de las excursiones que realizaban las diócesis, llamada “La Javierada”, Ían entró en contacto con las monjas, que le explicaron que se dedican a cuidar de los enfermos y eran sus “ángeles de la soledad”.


“Vi realmente la soledad que sentían las señoras y quise suplir esa carencia”

“Me entró la curiosidad y quise conocer más sobre su labor”. De nuevo, una primera toma de contacto, pero esta vez en una residencia donde empezó a ser voluntario. “Vi realmente la soledad que sentían las señoras y quise suplir esa carencia hasta que una monja me dijo que me había convertido en otro ángel de la soledad. Se me quedó grabado”.


Tras más de dos años desempeñando esta labor, Ían se dirigió de nuevo al párroco de su pueblo y le comentó la inquietud que sentía por ayudar a los demás. Entonces comenzó a asistir a unas jornadas de convivencia en un seminario de Zaragoza durante 6 meses. Una excursión a los Monegros le acercó a la figura de los frailes. “Cuando yo me enteré de que había monjas pero en chico, tuve claro que era lo que yo quería. Yo no quería ser cura”.


Con 15 años conoció a su nuevo superior quien le enseñó su nuevo lugar de residencia y le explicó a lo que se dedicaban los hermanos. “Me sorprendió lo mayores que eran, pero me dijeron que no me dejase influenciar por una primera impresión. Que conociese primero y luego ya juzgase”. Día tras día trataba con nuevos enfermos del mundo asistencial hasta que con 16 años se apuntó a una salida a Barcelona para practicar “ejercicios espirituales”. “Durante estas jornadas no se puede hablar, pero el día de mi cumpleaños se saltaron la norma y me hicieron sentir especial. En mi familia nunca se había celebrado este día”. Su verdadera familia cuenta con un largo historial de malos tratos, por lo que Ían se sentía cobijado por la fe y por estas personas.


“Conocí a un chico por el que llegué a sentir una atracción muy fuerte. Él suplía las carencias emocionales que no me brindó mi familia”.

A partir de entonces, dejó de ir solamente a trabajar y pasó a ser un interno, comenzando un proceso de aprendizaje con el “aspirantado”. Más tarde, pasó a la fase del “postulantado” en Barcelona, a la que tardó en acceder “porque me veían tan joven y tenía que madurar mis ideas”, confiesa. Allí fue donde conoció por primera vez la llama del amor. “Conocí a un chico por el que llegué a sentir una atracción muy fuerte. Él suplía las carencias emocionales que no me brindó mi familia”.


Su orientación sexual, sin embargo, no fue un problema para sus superiores, a pesar de que en el seminario se siga educando según cánones antiguos. Solo en una ocasión uno de sus formadores recalcó que su manera de ser no tendría que salir a la luz. “Me dijo que encajaba bien en el perfil para estar en el seminario, pero no tenía que ser tan amanerado en público. A mí eso me sentó muy mal. Soy como soy”. Además, cuando volvió a Zaragoza, en una de las fases terminales de su estancia en el convento, le comentó a su superior que le gustaban los hombres. “La respuesta que obtuve fue que eso no importaba si cumplía el voto de castidad”.


Sin embargo, en el mundo diocesano son más exigentes, sobre todo si recordamos las declaraciones de Luis Argüello, el nuevo secretario general de la Conferencia Episcopal Española (CEE), en las que defiende que “los candidatos al sacerdocio se reconozcan y sean enteramente varones, por lo tanto heterosexuales”. A pesar de la posterior rectificación de Argüello, Ían muestra su desagrado y defiende los derechos de las personas transexuales. “Si nos hacen creer en Dios, al que no vemos, ¿por qué una mujer que se siente hombre no es enteramente varón?”.


Justo antes de comenzar su período de “noviciado”, Ían decidió volver a Zaragoza. Interrumpió este proceso porque se dio cuenta de que había entrado en una rutina y no vivía como un chico de 20 años. “Mi rutina se basaba en trabajar y estudiar”, explica. Sus superiores también querían que se realizase a nivel personal y profesional más allá del seminario, ya que se encontraban ante un caso muy joven.


Finalmente, llegó un punto de inflexión. “Me planteé qué es lo que tenía que hacer. Vi a mi alrededor que todos eran bastante mayores, y que no me podían dar lo que yo necesitaba en ese momento”. Decidió darse un tiempo y salió de lo que se había convertido en su casa para centrarse en nuevos proyectos, pero no sin remordimientos. “Siguen siendo mi familia y sigo en contacto con ellos”.

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